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En el siglo XVI un náufrago resistió ocho años en una isla desierta.

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Bebía sangre de tortugas y se aferraba a una cruz para no enloquecer.

Se llamaba Pedro Serrano y su historia cruzó Europa, donde un escritor la usó para crear un mito: Robinson Crusoe.
En 1540, una tormenta destrozó su galeón en el Caribe y lo dejó varado en un banco de arena perdido a 230 km de Nicaragua. El islote no tenía agua dulce ni árboles, solo coral y tortugas. Los demás murieron, mientras Serrano sobrevivió aferrado a la nada.
El sol le arrancaba la piel, la sed lo quemaba por dentro, recogía agua de lluvia en conchas y cuando escaseaba, cortaba el cuello de tortugas para beber su sangre. Comía su carne cruda, dormía sobre arena húmeda y se cubría con algas para no arder.


Durante meses no tuvo fuego, hasta que, golpeando piedras de coral logró una chispa, y eso le devolvió algo más que calor: esperanza. Afeitaba su barba con conchas porque no quería convertirse en bestia. “Si me rescatan, que me vean como hombre”, repetía…
Tres años vivió solo, bordeando la locura. Hablaba con su sombra y rezaba a una cruz de madera que él mismo construyó, hasta que un nuevo náufrago, Gerónimo, llegó a su infierno. Serrano lloró al verlo, pero compartir una isla desierta no era fácil.
Discutían por el agua, por las tortugas, por el espacio… pero terminaron haciéndose hermanos. Cazaban juntos, reforzaron la choza y se prometieron no rendirse. Vivieron así, sin saber si alguna vez volverían a ver un barco.
En 1548, vieron una vela en el horizonte y encendieron una fogata con todo lo que tenían. El barco se acercó, pero los marineros, al ver sus cuerpos demacrados, creyeron que eran demonios. “¡Somos cristianos!”, gritó Serrano, señalando la cruz.
Ya a salvo, su historia fue contada en Santo Domingo y luego en la corte de Carlos V. El emperador, asombrado, le otorgó 4.000 pesos de oro mientras Serrano relataba su odisea en Sevilla y Madrid, y cronistas como Garcilaso de la Vega la recogían en sus escritos.
El relato cruzó fronteras y llegó a Londres, donde las historias de náufragos fascinaban, por lo que fue traducido y circuló por las tabernas. Daniel Defoe, periodista y escritor, conocía bien esas crónicas y, aunque nunca lo citó, Serrano dejó su huella en Robinson Crusoe.


Porque antes de Alexander Selkirk, cuya historia también inspiró la novela, ya estaba Serrano: el fuego encendido sin ayuda, la isla desierta, el compañero misterioso, la fe como salvavidas mental… Serrano fue el primer náufrago inmortalizado, aunque sin nombre.
En 1553, volvió al Caribe buscando más aventuras. Pero enfermó y murió en un nuevo naufragio. Nunca supo que su historia viviría siglos después en una novela famosa y que su isla, Serrana Bank, seguiría llevando su nombre en los mapas del mundo actual…

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