Historia
UN CUENTO DE NAVIDAD. Artabán, el cuarto Rey Mago Por Mar Mournier
«Pocos niños saben de la existencia de Artabán, el cuarto Rey Mago, que nunca llegó a su destino y que, aun así, fue recompensado. Artabán era un hombre de largas barbas, ojos nobles y profundos que residía, se dice, en el año 4 A.C. en el monte Ushita. Artabán poseía el don de enterarse, de algunos sucesos que para los demás pasaban desapercibidos. Y aunque advirtió la llegada al mundo del Mesías que traería el perdón de los pecados, parece que no pudo advertir el penoso camino que le esperaba. Encontrándose Artabán en las cuevas del monte Ushita y poco después de vaticinar la llegada del niño Jesús, recibió un mensaje proveniente de sus amigos Melchor, Gaspar y Baltazar. En esta carta, Artabán fue avisado de la Buena Nueva, en la que se confirmaba la noticia del próximo nacimiento del Niño Dios y en la que era invitado a emprender el viaje desde Borsippa, donde se reunirían los cuatro Reyes y serían guiados por una estrella de luz resplandeciente. Artabán se preparó para el viaje entendiendo la magnitud de su misión; alistó su magnífico caballo, escogió delicadamente las ofrendas destinadas al Mesías (un diamante, un rubí y una perla) y se puso en marcha. Justo cuando Artabán se encontraba en las afueras de Borsippa, tropezó con un hombre cuyo cuerpo y espíritu habían sido abrumados por la desgracia, pues se trataba de un comerciante que había sido despojado hasta de sus ropas y golpeado terriblemente, dejándolo al borde de la muerte. Artabán se apiadó de él, lo cuidó, lo vistió y lo alimentó hasta que el hombre se sintió lo suficientemente fuerte para seguir su camino. Como el hombre no tenía nada más que lo que llevaba puesto, Artabán, sin dudarlo, le entregó el diamante cuyo fin era otro. El encuentro con el comerciante hizo que el Rey Mago se atrasara. Cuando llegó al punto de reunión, recibió una nota informándole que sus compañeros no podían demorarse más y habían decidido marcharse. No obstante, le indicaron que debía continuar por el desierto guiado por la estrella hasta Belén. Artabán se puso en marcha nuevamente, pero apuró tanto a su caballo que el animal murió en el camino, obligándolo a recorrer el resto de la distancia solo. Cuando semanas después, por fin llegó a Belén, sucio y cansado, no encontró noticias de los otros Reyes. Los lugareños le avisaron de que algo terrible ocurría: el Rey Herodes había ordenado matar a todos los niños de hasta dos años. Al ver a un soldado a punto de matar a un pequeño, Artabán se arrodilló y le ofreció el brillante rubí a cambio de la vida del niño. El soldado aceptó. Días después, las autoridades supieron esto y encarcelaron a Artabán, quien permaneció preso cerca de 30 años. Pasado ese tiempo, siendo ya viejo, ciego y cercano a la muerte, fue liberado. Mientras caminaba por las calles, supo que iban a crucificar al hijo de Dios. Pensaba liberarlo con la preciosa perla que había guardado por décadas, pues nunca perdió la esperanza de encontrar a Jesús. Sin embargo, en su camino hacia el Golgotá, se encontró con la subasta de una niña vendida como esclava. El corazón de Artabán se compadeció y ofreció la última joya que le quedaba, la perla, por la libertad de la muchacha. La niña, agradecida, besó las manos del anciano. Segundos después, la tierra se agitó y el cielo se oscureció. ¡Un terremoto! Un gran pedazo de viga golpeó a Artabán que sintió que la vida se le iba sin haber alcanzado su sueño. En su dolorosa agonía, mientras lágrimas bañaban su alma en desconsuelo, de pronto algo cambió. Sus débiles ojos recobraron la luz y pudo ver a Nuestro Señor Jesús frente a él, quien mirándolo con Amor Infinito, le dijo: – Artabán, mi querido Artabán, yo soy ese niño al que hace 33 años tú ibas a buscar para adorarle. – Señor mío -respondió Artabán-, ¡perdón! Te lo ruego. Perdona mi negligencia que me impidió llegar hasta tu cuna a entregarte los regalos que había destinado para ti. ¡Perdón mi Señor! ¡Perdón! -suplicaba mientras se ahogaba en lágrimas de dolor. El Redentor acercándose a consolarlo, le respondió con dulzura: – Mi querido Rey Mago, ¿pero qué dices? ¡claro que llegaste! Me entregaste con inmenso amor cada uno de tus preciosos regalos, en cada uno de tus hermanos que ayudaste. En cada uno de esos actos… allí estaba Yo. Y así, Artabán cerró los ojos y murió inmensamente feliz en los brazos del Hijo de Dios, al que durante toda su vida, anduvo buscando.