En los últimos cinco años, hemos sido testigos de la aparición del wokismo. El término es nuevo; sin embargo, sirve para aglutinar a un grupo de militancias que buscan luchar contra todo tipo de «opresiones». Lo que antes era obrero versus capitalistas, ahora se multiplicó en heteronormatividad (donde los heterosexuales somos los malos), cisgenerismo (una batalla por reivindicar a los transexuales), micromachismo (la idea que los hombres dañamos a las mujeres hasta con mirarlas), antipunitivismo (una locura que pone al criminal en calidad de víctima) y la ciudadanía mundial (el abrir las fronteras nacionales sin ningún tipo de control). El desquicio es tan grande que los militantes woke han llegado a acusar de opresores a los entrenadores de gimnasios, su acto «opresivo» fue promover un estilo de vida saludable.
El wokismo se configura cual religión política, pues sus militantes dicen que están en un nivel «superior» de conciencia, ellos están «despiertos», el resto continuamos dormidos. Además, tiene sus propios actos litúrgicos, por ejemplo, las marchas LGTB e indigenistas, y de contrición, como que los blancos pidan perdón de rodillas por actos que realizaron sus tatarabuelos. Empero, a diferencia del cristianismo, el wokismo no perdona, el opresor siempre será opresor. De ahí, que el militante woke exija de manera constante que los opresores pierdan todos sus derechos.